2/23/20

El despertar del penitente



El despertar del penitente


No es fatalismo como tampoco pesimismo. Simplemente es el descubrimiento de una fórmula que estuvo sumergida y con el paso del tiempo, salió a flote como un pez muerto. Me hace feliz haber desvelado su misterio.

Lo hermoso es parte del Todo consustancial. Nacemos para ser sacrificados. Somos el manjar del engaño eufónico y nos vigilan los centinelas de piedra.

Nuestras energías son depredadoras por antonomasia. En esta fórmula de la vida donde para sobrevivir nos devoramos unos a los otros, lo hermoso funge como escudo. Espejismo y carnada elemental.

Las ilusiones nos mantienen vivos y garantizan la procreación de energías. Las que habitan en cuerpos que mueren prematuramente también son imprescindibles. El Universo necesita energías jóvenes cuando las galaxias se extinguen para formar otras nuevas. Las viejas son enviadas a las galaxias muertas para ilustrar a los dioses. Los dioses se sienten seguros en las galaxias muertas. Allí pueden celebrar la cosecha sin que nadie los estorbe. Disfrutan en silencio cada bocado.

Uno de ellos me dijo en sueños que somos su alimento esencial. Me apuntaba con el dedo y decía:

-¿Para qué deseas saber la verdad?

Yo no sentía miedo y me enfrentaba a su voz:

-¿Cómo puedes nutrirte de seres afligidos?

-Cuando los sirven a mi mesa no sufren, ya han expiado todas sus culpas -contestó.

La fórmula es perfecta, inquebrantable y constante, por mucho que trates de cambiarla es imposible, no te perteneces. Los antiguos lo sabían, la inmortalidad es el sentido de la existencia. La muerte como la vida es un delirio pasajero a merced del tiempo, el espacio y las fuerzas indetenibles del Universo. 


(C. K. Aldrey, de mi libro "Eva desde el Cosmos y otras historias" | ICE 2015)
Foto: C. K. A.

Eva






HAIKU

 

Eva descubre

la miel de la manzana

y mis flaquezas.

 

Texto y foto: C. K. Aldrey


GENDARMES



GENDARMES



Era una adolescente muy curiosa, llena de imaginación, y sentía desdén por las instituciones oficialistas, especialmente por Los Comités de Defensa de la Revolución. No había ley que no dejara de ignorar, estipulación que no violara, o imposición a la que no se opusiera, no por simple irreverencia, sino por idealismo. Para ella todo era injusto, desde las miradas oscuras de los rescabuchadores nocturnos a través de su ventana, hasta los discursos empalagosos de los políticos o las reprimendas maternas. El mundo, según su criterio de entonces, estaba sostenido por dos columnas, una que representaba a los que tenían algo que decir y querían ser libres, y otra a los que te prohibían hablar y llevaban el sartén por el mango, que en otras palabras no eran más que símbolos de dos posiciones radicalmente opuestas, por tanto en constante debate y enfrentamiento.

Nunca le enseñaron otra cosa, ni siquiera de niña, estaba en la vida para obedecer, adaptarse al redil y hartarse de lecciones aprehendidas hasta que alguien decidiera esquilarla, pero no era su caso en particular como entendió con los años, eran generaciones tras otras sometidas a una memoria colectiva que actuaba por adecuación. Con el advenimiento de la dictadura este mal heredado tomó visos patológicos, no hay nada como un psicópata en el poder para alimentar la neurosis popular. Todos los dirigentes se querían parecer al dictador, se vestían igual, levantaban el dedo al discursear igual que él, fumaban puros igual que él, hablaban como él, incluyendo a su tío el ministro, una especie de mastodonte clonado. Y todo eso le provocaba náuseas, ganas enfermizas de ionizar los átomos contaminantes de la nueva sociedad para enviarlos al cosmos, allá de donde no pudieran regresar jamás.

Quizás por todas estas cosas, algún que otro vecino le fue tomando ojeriza, no soportaban verla con su guitarra a cuestas, sus pantalones vaqueros desteñidos o el pelo sujetado por cintas de colores, y menos aún, que les retara desde el portal con canciones de enrevesados malabarismos lingüísticos, se negara a participar en sus reuniones aburridísimas o que rehuyera de la guardia madrugadora para espiar a los  posibles enemigos. La pusieron en la lista negra y una madrugada varios individuos vestidos de civil se personaron en su casa con tremendo alboroto y la llevaron detenida al Departamento de Investigaciones Técnicas de la Seguridad del Estado.

No puede describir muy bien lo que sucedió en aquella ocasión, estaba tan fuera de este mundo que apenas articulaba palabra. Recuerda vagamente cuando le tomaron las huellas dactilares, el flash de la cámara frente a la que tenía que sostener a nivel del pecho un letrero con un número de serie –bastante alto, por cierto-, los militares entrando con jóvenes detenidos, la cara de su madre, demacrada y llena de interrogaciones, y aquellos muros, con olor a humedad de siglos, recubiertos de cal y pródigos en barrotes. Tampoco se cuestionaba nada, se dejaba llevar por los oscuros pasillos, mirando como si fuera en una película las caras de los presos que se asomaban a las rejas, sintiendo escozor en las muñecas pues las esposas se las habían irritado, oliendo el desagradable tufo a cuero, pólvora y sudor de los guardias, viendo las pistolas colgadas de sus caderas y el caminar de fácil victoria, oyendo sus propios pasos entrar en la nada, en el vacío gris de la degradación humana, en aquella celda que por cama tenía un sofá muy viejo y apestoso y por ventana una claraboya pintada con brea para que no entrara la luz.

Sólo supo una vez de su familia, dejaron entrar a su madre a visitarla con la condición de que averiguara ciertos datos que se negaba a suministrar, pero era su silencio, su catatonismo, su furia, quienes siempre se interponían entre esos fantasmas de la insidia y su organismo humillado.  Por tanto fueron a su casa, descalabrando su organizada desorganización, confiscando sus pertenencias, arrancando de las paredes los afiches, llevándose todo lo que pudieran encontrar, libros, fotos, el diario, sus poesías y canciones, revistas, la libreta de teléfonos, los discos, su alma, su puto cerebro apabullado, sus recuerdos de la corta y amargada vida que le había tocado como regalo de los inexistentes dioses.

Cuando salió de allí no se podía considerar librada de cargos, fue condenada y sin juicio a un año de prisión domiciliaria por ser menor de edad, sin derecho a estudiar, ni a recibir visitas, ni a salir bajo ningún concepto sin previa autorización de la Seccional de la policía. Asimismo se le prohibió indefinidamente  participar en actos públicos, eventos, manifestaciones -excepto las convocadas por el gobierno en la Plaza de la Revolución y acompañada por su madre, donde por supuesto, jamás fue-, reuniones, a no ser las del Comité de Defensa, fiestas públicas o privadas, entre ellas el carnaval, y un sin fin de cosas más.

Si las pesadillas del primero de enero y los subsecuentes desastres, el divorcio de sus padres, el cambio de provincia, el encarcelamiento del padre, la beca, la hepatitis y el drama shakesperiano con Tania, habían sido truculentos y devastadores, este nuevo episodio vendría a imprimir con más fiereza una pérdida absoluta de la fe y de los valores que hasta entonces más o menos la habían sostenido como persona. Los resultados se podían imaginar, se sentía en franca rebeldía, con el sable entre los dientes, dispuesta a horadar hasta las paredes si fuera necesario con tal de vengarse. Sólo con los meses y la preocupación que le producía la angustia de su madre, asumió el control de sus sentimientos y fue creando una especie de lámina protectora alrededor de las memorias. Pero el rencor estaba ahí, escondido entre el vuelo de aullidos y noches de difuntos.

(De su libro testimonio Las Siestas de Scherezada, ICE 2003. Absolutamente todos los hechos que aparecen en Las Siestas de Scherezada, fueron narrados tal y cual sucedieron. Las historias fueron publicadas en diferentes espacios en los años 80's, y en el 2003 reunidas en un volumen que fue publicado por ICE -Imagine Cloud Editions-, mi espacio de auto publicación)

Digital: c.k.a.
Imagen: Internet Library