GENDARMES
Era
una adolescente muy curiosa, llena de imaginación, y sentía desdén por las
instituciones oficialistas, especialmente por Los Comités de Defensa de la Revolución. No
había ley que no dejara de ignorar, estipulación que no violara, o imposición a
la que no se opusiera, no por simple irreverencia, sino por idealismo. Para ella
todo era injusto, desde las miradas oscuras de los rescabuchadores nocturnos a través de su ventana, hasta los
discursos empalagosos de los políticos o las reprimendas maternas. El mundo,
según su criterio de entonces, estaba sostenido por dos columnas, una que
representaba a los que tenían algo que decir y querían ser libres, y otra a los
que te prohibían hablar y llevaban el sartén por el mango, que en otras
palabras no eran más que símbolos de dos posiciones radicalmente opuestas, por
tanto en constante debate y enfrentamiento.
Nunca le enseñaron otra
cosa, ni siquiera de niña, estaba en la vida para obedecer, adaptarse al redil
y hartarse de lecciones aprehendidas hasta que alguien decidiera esquilarla,
pero no era su caso en particular como entendió con los años, eran generaciones
tras otras sometidas a una memoria colectiva que actuaba por adecuación. Con el
advenimiento de la dictadura este mal heredado tomó visos patológicos, no hay
nada como un psicópata en el poder para alimentar la neurosis popular. Todos
los dirigentes se querían parecer al dictador, se vestían igual, levantaban el
dedo al discursear igual que él, fumaban puros igual que él, hablaban como él,
incluyendo a su tío el ministro, una especie de mastodonte clonado. Y todo eso
le provocaba náuseas, ganas enfermizas de ionizar los átomos contaminantes de
la nueva sociedad para enviarlos al cosmos, allá de donde no pudieran regresar
jamás.
Quizás por todas estas
cosas, algún que otro vecino le fue tomando ojeriza, no soportaban verla con su
guitarra a cuestas, sus pantalones vaqueros desteñidos o el pelo sujetado por
cintas de colores, y menos aún, que les retara desde el portal con canciones de
enrevesados malabarismos lingüísticos, se negara a participar en sus reuniones
aburridísimas o que rehuyera de la guardia madrugadora para espiar a los posibles enemigos. La pusieron en la lista
negra y una madrugada varios individuos vestidos de civil se personaron en su
casa con tremendo alboroto y la llevaron detenida al Departamento de
Investigaciones Técnicas de la Seguridad del Estado.
No puede describir muy
bien lo que sucedió en aquella ocasión, estaba tan fuera de este mundo que apenas
articulaba palabra. Recuerda vagamente cuando le tomaron las huellas dactilares,
el flash de la cámara frente a la que tenía que sostener a nivel del pecho un
letrero con un número de serie –bastante alto, por cierto-, los militares
entrando con jóvenes detenidos, la cara de su madre, demacrada y llena de
interrogaciones, y aquellos muros, con olor a humedad de siglos, recubiertos de
cal y pródigos en barrotes. Tampoco se cuestionaba nada, se dejaba llevar por
los oscuros pasillos, mirando como si fuera en una película las caras de los
presos que se asomaban a las rejas, sintiendo escozor en las muñecas pues las
esposas se las habían irritado, oliendo el desagradable tufo a cuero, pólvora y
sudor de los guardias, viendo las pistolas colgadas de sus caderas y el caminar
de fácil victoria, oyendo sus propios pasos entrar en la nada, en el vacío gris
de la degradación humana, en aquella celda que por cama tenía un sofá muy viejo
y apestoso y por ventana una claraboya pintada con brea para que no entrara la
luz.
Sólo supo una vez de su
familia, dejaron entrar a su madre a visitarla con la condición de que
averiguara ciertos datos que se negaba a suministrar, pero era su silencio, su catatonismo, su furia, quienes siempre
se interponían entre esos fantasmas de la insidia y su organismo
humillado. Por tanto fueron a su casa,
descalabrando su organizada desorganización, confiscando sus pertenencias,
arrancando de las paredes los afiches, llevándose todo lo que pudieran
encontrar, libros, fotos, el diario, sus poesías y canciones, revistas, la
libreta de teléfonos, los discos, su alma, su puto cerebro apabullado, sus
recuerdos de la corta y amargada vida que le había tocado como regalo de los
inexistentes dioses.
Cuando salió de allí no
se podía considerar librada de cargos, fue condenada y sin juicio a un año de
prisión domiciliaria por ser menor de edad, sin derecho a estudiar, ni a
recibir visitas, ni a salir bajo ningún concepto sin previa autorización de la
Seccional de la policía. Asimismo se le prohibió indefinidamente participar en actos públicos, eventos,
manifestaciones -excepto las convocadas por el gobierno en la Plaza de la
Revolución y acompañada por su madre, donde por supuesto, jamás fue-,
reuniones, a no ser las del Comité de Defensa, fiestas públicas o privadas,
entre ellas el carnaval, y un sin fin de cosas más.
Si las pesadillas del
primero de enero y los subsecuentes desastres, el divorcio de sus padres, el
cambio de provincia, el encarcelamiento del padre, la beca, la hepatitis y el
drama shakesperiano con Tania, habían sido truculentos y devastadores, este
nuevo episodio vendría a imprimir con más fiereza una pérdida absoluta de la fe
y de los valores que hasta entonces más o menos la habían sostenido como
persona. Los resultados se podían imaginar, se sentía en franca rebeldía, con
el sable entre los dientes, dispuesta a horadar hasta las paredes si fuera
necesario con tal de vengarse. Sólo con los meses y la preocupación que le
producía la angustia de su madre, asumió el control de sus sentimientos y fue
creando una especie de lámina protectora alrededor de las memorias. Pero el
rencor estaba ahí, escondido entre el vuelo de aullidos y noches de difuntos.
(De su libro testimonio Las Siestas de Scherezada, ICE 2003. Absolutamente todos los hechos que aparecen en Las Siestas de Scherezada, fueron narrados tal y cual sucedieron. Las historias fueron publicadas en diferentes espacios en los años 80's, y en el 2003 reunidas en un volumen que fue publicado por ICE -Imagine Cloud Editions-, mi espacio de auto publicación)
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