9/26/19

El Interrogatorio



EL INTERROGATORIO



-Te vas a cagar en los pantalones si te mandamos para Nuevo Amanecer… -le dijo el teniente Felipe con mirada de animal vicioso- allí hay unas negras de siete pies que violan a las blanquitas como tú… ¿te gustaría que te cogiera una de esas negras?

Teresa trató de imaginarla pérfida y babosa, mordiéndole el cuello y zarandeándola como a una coneja, pero sólo visualizaba ojos de negra angustiada sin ánimos pecaminosos, ojos de cartas olvidadas y enrejada muerte.

-Me da lo mismo, no sé ni por qué estoy aquí –dijo sin pensárselo mucho.

-Ah, caramba… así que estamos frente a una gallita… qué bien…

El teniente se paró de su silla y empezó a caminar alrededor de la habitación, sólo estaba iluminada el área de la mesa por una lámpara pequeña, de modo que el sonido del crujir de las botas y la atmósfera siniestra de las paredes de piedra, le iban inoculando extrañas sensaciones parecidas al miedo, con la única diferencia que estaba realmente indiferente al careo.

-Mira, chiquita… ¿a que si nos vamos juntos al Ten Cent del Vedado y nos paramos en el portal yo me levanto más mujeres que tú?

Ahí va, se dijo Teresa, de seguro han encontrado mi Diario, pero como usualmente reaccionaba ante circunstancias similares, se mantuvo callada y mirando de soslayo la glauca figura del militar, por demás cínicamente provocador. Este regresó a la mesa y abrió la gaveta, sacando de ella algunas de sus pertenencias, entre ellas su diario y unos manuscritos.

-De modo que tengo a una poetisa delante de mí… -siguió diciendo mientras cogía uno de los papeles y se ponía a leer- … “así como el árbol morirás algún día, y mis ojos secos celebrarán tu muerte…” ¿A quién te referías, al compañero Fidel?

En realidad el ejercicio poético de Teresa siempre era muy ambiguo, incluso para ella misma, y casi nunca recordaba de dónde le venían esas imágenes tan dramáticas que a lo mejor habían sido concebidas en épocas de frustraciones amorosas, por eso la idea de hacerle un poema “al compañero Fidel”, aunque hubiera sido para desearle la muerte, jamás se le hubiera ocurrido, así que no pudo menos que sonreír ante aquél ridículo análisis de sus extravíos filosóficos.

-Entiendo que te gusten las mujeres… -prosiguió pasándose la lengua por los labios- … no hay cosa más rica que una mujer… pero lo que no me cabe en la cabeza es qué puedes hacer en una cama con ellas… es algo asqueroso… ¿no te has dado cuenta de eso? … Dime una cosa… ¿te gustan las mulatas?

-No sé de qué me habla…

-Pues aquí hay una tal Zita que nos ha contado sobre ti… y ella dice que te has ido a la cama con ella… y con esa mulata cantante del Gato Tuerto… ¿lo vas a negar?

A Teresa ya le habían contado sus amigos que en los interrogatorios mencionaban a personas conocidas como posibles chivatos, era una técnica tan vieja como la humanidad que como objetivo tenía enfrentar unos a otros, alimentar la  desconfianza e inculcar rencores para que soltaran la lengua. Era usual que entre los adolescentes esto creara confusión, algunos terminaban auto-incriminándose o delatando a sus amantes y amigos, lo que en algunas ocasiones los llevaba al suicidio o al manicomio, o a aislarse del mundo luego de salir de la cárcel pues el sello estigmático de “colaborador”, aunque no lo hubiera sido, era inteligentemente difundido entre los detenidos por boca de los propios investigadores.

-Zita es sólo una amiga, así que no creo que haya dicho eso de mí… -respondió como si estuviera hablando con la lámpara.

El teniente se irritaba cada vez más y sus ojos empezaban a enrojecer.

-¿Y la que le dicen la china? ¿Sabías que es periodista y trabaja para un órgano de prensa que es la voz de la juventud revolucionaria? Te han visto con ella, Teresa, y la información que tenemos es de muy buena tinta…

Teresa sintió que se le abría la tierra, la china era lo más próximo a Tania que le había sucedido desde que saliera de la beca.

-No la conozco muy bien, no es mi amiga, es amiga de un periodista amigo mío que visita mi casa… -dijo sintiéndose atrapada por la angustia. 

-Teresa… que no se te olvide que tenemos tu Diario… por cierto, está lleno de fotografías de mujeres… a ver… ¿quién es esta fea, eh?

-Se llama Anna Frank… y no es fea…

-Ahhhh… así que una extranjera, ¿no? ¿Sabías que está prohibido andar con extranjeros? Eso se condena con cinco años de cárcel…

Teresa lo miraba consternada, no concebía que ese señor de mirada inteligente no conociera a Anna Frank, cuando incluso su libro se vendía en todas las librerías, la película de su vida había sido exhibida en diferentes cines y se hablaba de ella en las escuelas.

-Está muerta, la mataron los nazis en la Segunda Guerra Mundial… -se oyó decir como en un eco.

El teniente la miró con odio, quizás porque por primera vez desde que comenzara el interrogatorio se sentía minimizado, y nada menos que por una estúpida tortillera, como más tarde le oiría cuchichear al interrogador de turno.

-¡Dime quiénes son estas mujeres de las fotos! –gritó furibundo mostrándole el Diario como si fuera una penca de bacalao.

Con toda la parsimonia del mundo, Teresa empezó a nombrar a todos sus amados símbolos. Estos son Areta Franklin y Louis Amstrong, cantantes americanos. Esta es Nadia, la esposa de un amigo. Esta es mi prima con el uniforme de la beca. Este es Walt Whitman, un poeta americano. Esta es Virginia Woolf, una escritora inglesa. Este es Caruso, el cantante favorito de mi mamá. Este es José Martí en Isla de Pinos. Estos son los Beatles, cantantes ingleses. Este mi papá a los veinte años, y mi madre a los diez y seis. Esta es Catherine Denueve, actriz francesa, y esta que está al lado es Greta Garbo, actriz sueca. Esta es mi abuela allá en Galicia antes de casarse con mi abuelo, y ésta mi otra abuela, que es soprano, canta muy lindo. La última foto era de Sara, la que fuera su última aventura, pero hábilmente cerró el Diario sin hacer ningún comentario al respecto.

Cuando Teresa levantó la vista, el teniente se estaba acariciando la portañuela y la observaba con los párpados entrecerrados. La beatitud de su sonrisa le recordó la del psiquiatra de la beca, y también la de Andrés, el guarda jurado amigo de su padre que cada vez que la veía se sacaba el miembro y se lo estiraba como gusano perezoso. De pronto el teniente se levantó de nuevo y se dirigió a la puerta ignorándola por completo. Teresa se quedó sola por varios minutos, los que se hicieron interminables, hasta que la puerta se abrió de nuevo y apareció otro rostro distinto en el círculo de luz que rodeaba la mesa.

Teresa lo observó con detenimiento. Tenía los ojos color miel, sus manos eran largas cual pencas de areca, y hojeaba delicadamente el informe dejándose llevar por su dedo índice. Después de casi media hora, levantó los ojos y la escrutó con mirada de “yo no fui”. Al parecer la querían poner nerviosa, intimidarla con el silencio y la espera, aunque la costumbre de sentirse asediada la había dotado de una capacidad de indiferencia absoluta que ni torturándola con picana la hubiera hecho salir de su estado letárgico. 

-Teresita… es una pena que desperdicies tus mejores años… cuando seas vieja y mires hacia atrás, te darás cuenta de todo lo que has perdido… y ya será tarde… -le dijo con voz de hipnotizador hipnotizado- La Revolución necesita de jóvenes como tú… eres una muchacha inteligente… deberías colaborar con nosotros, portarte bien… no sabes cómo está sufriendo tu mamá… está desesperada, pensando que su hija está loca… pero nosotros sabemos muy bien que sólo estás confundida, que te has dejado influenciar por las malas compañías… esos vagos no te conducirán a nada, no los quiere la Revolución, porque son enemigos nuestros, agentes del imperialismo, y también son enemigos tuyos, porque te están llevando por un mal camino…

Teresa, a punto de dormirse, bostezó groseramente y la cara del investigador palideció como polvo de arroz. Desde que la habían llevado allí acostumbraban a sacarla de la celda en la madrugada para los interrogatorios, y hacían lo mismo con los otros detenidos pues así los agotaban e iban drenando poco a poco su resistencia. La escasa alimentación, el desorden metabólico que les provocaba los horarios de guerrilla, los complejos de culpa con los familiares –ante los cuales se creían malhechores y endemoniados- , la atmósfera de tugurio, los alardes de militancia, las torturas mentales y a veces físicas, en fin, aquella escenografía parte real y parte ciencia ficción montada con todos los recursos del poder militarista, era como la antesala de los futuros neuróticos capitalinos, de una juventud que aprendiendo a viabilizar su desdicha también se preparaba para burlar soterradamente la fuerza bruta que reinaba en el país.

El monje de la revolución no había podido convencer a la profana Teresa, o al menos, eso fue lo que pensó cuando mandó a buscar al guarda para que la regresaran a la celda, pero su mirada no varió, más bien resignada y sombría recorrió su rostro soñoliento, desaprobándolo como padre inquisidor que ya no sabe qué hacer para refrenar los excesos de su hija descarriada.


Carmen Karin Aldrey


(De su libro testimonio Las Siestas de Scherezada, ICE 2003. Absolutamente todos los hechos que aparecen en Las Siestas de Scherezada, fueron narrados tal y cual sucedieron. Las historias fueron publicadas en diferentes espacios en los años 80's, y en el 2003 reunidas en un volumen que fue publicado por ICE -Imagine Cloud Editions-, mi espacio de auto publicación)

Digital: c.k.a.
Imagen: Internet Library

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