La Estatua
(A David Lago…
algo que ver con el David de Miguel Ángel)
Dicen que las estatuas, con
sus hieráticas cavilaciones, sus senos de piedra o sus fálicos gusanillos,
siempre miran hacia un mismo sitio. ¿Pasan los siglos y las miradas se
congelan, el cuello se petrifica, las piernas se entumecen?
¿Tienen vida irreconocible
las estatuas? ¿Tienen la solera del hermetismo, el moho de la conciencia? Una
mano quiso que estuvieran así, observando a los maravillados, viendo morir a
los hombres y resucitando historias.
Apoyada en un solo pie, la
estatua manierista revela el acto circunstancial de la fuerza, ¡pero es tan
efímera su ilusión! En la opalina visión de quien la admira, el gesto no se
deja atrapar. Sin embargo, su belleza imperturbable trasciende por sobre el
brazo perdido, la mano trunca, la cabeza ausente.
Sosiego y melancolía bruñen
el legado de Fidias, pero es la Amazona Herida de Écija quien recientemente
asoma su antigüedad misteriosa y me habla desde alguna parte, quizás de la Roma
hundida, del pliegue acusatorio de otras estatuas que siguen sumergidas en el
tiempo de tierras encubiertas y mares imposibles.
Mi estatua no se mueve a
contrapposto ni se sostiene con la euritmia estudiada, no se presta a develar
los estragos del estar prisionera en su espacio centenario. Tampoco tiene la
vana sonrisa o el ademán tridimensional que rompa con su frontalidad. No tiene
la gloria de las estatuas de terracota de Beijing.
Es de hierro fundido, de
cablería postmodernista, su lenguaje no es visual, no se deja arrastrar por la
suave e imaginada fragancia de policromías. Es una efigie escondida en la
noche, muda cabeza que apremia su locura sobre una Venus desnuda o el pie
guerrero de Marte en cuanto la luz se aleja. Un verso inacabado de piedra.
De mi
libro “Estatuas frente al muro”, Linden Lane Press 2015
Photo by c.k.a.
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