“De una cosa estaba segura: miles de emigrantes soñaban, a lo largo de la misma noche y con incontables variantes, el mismo sueño. El sueño de la emigración: uno de los fenómenos más extraños de la segunda mitad del siglo XX.”
(La Ignorancia, Milan Kundera)
Como respuesta a la pregunta de que si se puede odiar y amar a la misma vez, o si se puede repudiar algo que también nos envuelve de fascinación, podría decir que es posible. El espectro de lo amado y perdido, bajo la presión de circunstancias sociales adversas que han impulsado a un ser humano a emigrar, se convierte en una doliente huella que emerge involuntariamente del subconsciente a la nueva realidad de diáspora. Lo que tanto defendíamos, la identidad, se ve absorbida por los cambios y la urgencia del subsistir, aunque enriqueciéndose con las experiencias del camino ascendente hacia la reafirmación individual. En el proceso, el que huye de un sistema opresor nunca podrá desprenderse de esos fantasmas acuciantes del retorno indeseado, y devenimos los eternos prófugos de una raíz a la que nunca renunciaremos, pues es la cuna de nuestro pensamiento, pero que también significa el rechazo a la inmanejable sensación del estar prisioneros en un tiempo y un espacio que nos doblegó al espanto del existir oprobioso.
Parte de la historia consiste en la contradicción, que va mucho más allá de los principios políticos. Por supuesto, no hablamos del emigrante que por determinadas razones decide probar fortuna en otras latitudes y goza de la opción de elegir libremente su destino, incluso de regresar a su país de origen en caso de considerarlo pertinente, o sencillamente de vacaciones. Estamos ante un caso de emigración involuntaria que comienza con una decisión desesperada y termina con el convencimiento del acto irreversible de la renuncia, ambos aparejados en un nivel de presión psicológica que se mantiene funcionando interiormente como una especie de vivencia traumática sólo aligerada por la lógica de los cambios.
En La ignorancia, Kundera vive su propia tragedia. Impuesto a emigrar a Francia en el año 1968 a consecuencia de la invasión soviética a la República Checa, en casi toda su obra -y cabe destacar “La insoportable levedad del ser” como una de las más exquisitas y profundas- encontramos los mismos signos perturbadores que señalan hacia una dirección de eterna melancolía y desarraigo. El paralelismo entre Ulises y su “gran retorno” a Ítaca, y el de sus personajes veinte años después a una Bohemia libre pero detenida en un tiempo “desdibujado”, nos sitúa inevitablemente en esa tierra de nadie en que se convierte nuestra vida después de un largo invernar al cobijo de la novedad adquirida y las memorias en apariencia olvidadas, esas que pretendemos enterrar con empeño por molestas e hirientes, sin embargo de insoslayable persistencia.
El comienzo del libro es ya de por sí una bofetada de la brutal realidad, un mensaje que nos pone frente a frente al increíble desamparo que se siente ante la ignorancia humana. Recordar que, como dijera el mismo Kundera, “el comunismo en Europa se extinguió exactamente doscientos años después de que se encendiera la mecha de la revolución Francesa (…) la primera fecha dio a luz a un gran personaje europeo, el Emigrado (el Gran Traidor o el Gran Sufridor, según se mire); la segunda retiró el Emigrado de la escena de la Historia de los europeos”, por tanto, aquella Europa heredera de las revoluciones supuestamente reivindicativas, no perdona a la disidencia de los países del Este, y menos su exilio, de la misma forma que la disidencia cubana no es masticada ni digerida por los rezagos de esos doscientos años de creer en el mito de una ideología pretenciosa:
“-¿Qué haces aquí todavía? – No había mala intención en el tono de su voz, pero tampoco era amable; Sylvie se impacientaba.
-¿Y dónde quieres que esté? –preguntó Irena.
-¡Pues en tu tierra!
-¿Es que no estoy en mi tierra?
Por supuesto, no quería echarla de Francia, ni darle a entender que era una extranjera indeseable.
-¡Ya me entiendes!
-Sí, ya lo sé, pero ¿olvidas que aquí tengo mi trabajo, mi casa, mis hijas?”
O sea, el Emigrado dejó de tener sentido, y con ello el sufrimiento del emigrado, su historia de privaciones, adaptación y asimilación por sociedades ajenas a la suya. No es sólo la ignorancia la causante de las distancias polarizadas; la territorialidad y el egoísmo van de la mano de la ignorancia, haciendo ruido y rompiendo con los valores más apreciados de nuestra naturaleza, como lo es el amor hacia nuestros semejantes, como lo puede ser la solidaridad humana hacia los que necesiten de ella. Estamos de acuerdo que “la Historia no es nada sentimental”, pero el hombre tiene la capacidad para compadecer, de modo que en el caso de la relación emigrado-nativo, la ausencia de compasión se supedita a una xenofobia de origen ambiguo, y es así porque muchas pueden ser sus causas. En el caso particular de los emigrados políticos, por los esquemas preconcebidos de un ideal exaltado, a veces totalmente carente de solidez y basamento, pero suficiente para estimular el desgraciado error de la injusticia e incurrir en la clásica ceguera histórica que impide al hombre dialogar con esa parte interior de sus mejores iniciativas.
Volviendo a los inicios de este artículo, hablemos de otro factor que hace mella en la integridad emocional del emigrado político: sus terrores. Como Kundera, todos hemos padecido las visitaciones de pesadillas; no importa en el lugar donde nos encontremos, ni el país, ni la época del año, el terror subconsciente nunca deja de jugarnos malas pasadas. Aún hoy, después de más de veinte años de exilio, de vez en cuando sueño que estoy caminando por una calle y de pronto descubro que estoy en La Habana. El pánico se adueña de mí, y todo el sueño transcurre en una anonadada lucha por conseguir salir del país. Por eso leyendo La ignorancia, he reconocido muchos episodios similares a los vividos en nuestro propio exilio: “…en una conversación con una amiga polaca también emigrada, Irena comprendió que todos los emigrantes tenían esos sueños, todos sin excepción; al comienzo le conmovió esa fraternidad nocturna entre personas que no se conocían, pero después se molestó un poco: ¿cómo puede ser vivida colectivamente la experiencia íntima de un sueño?”. Siendo el terror también colectivo por el hecho de haber emigrado en las mismas circunstancias, no es un fenómeno extraordinario el soñar lo mismo. A esto, se le puede añadir la macabra sutileza diseñada por el poder para inocular el ansia de la renuncia, un método que los comunistas esgrimieron con maestría –y esgrimen- para espantar la disidencia fuera de sus fronteras.
En La ignorancia, también nos encontramos con el fenómeno de la nostalgia y el regreso, dos aspectos sostenidos por columnas inciertas. Hemos construido una vida en otra parte, nos hemos adaptado, en dos o tres décadas ha cambiado el lugar que dejamos atrás, las personas que conocíamos ya no son las mismas, o más bien, nosotros no somos los mismos, nuestros hijos han nacido en otros países, no hemos tenido la oportunidad de presenciar los estragos ocasionados por el tiempo y el caos político o económico en nuestra patria, y en muchas ocasiones, hemos tratado de olvidar las peores experiencias por ser impedimentos reales para sobrevivir, pero el aguijón de la nostalgia, penetrando en nuestra vulnerable sensibilidad de emigrados, nos seducen al reencuentro que quizás rechazamos: “El mismo cineasta del subconsciente que, de día, le enviaba instantáneas del paisaje natal cual imágenes de felicidad, proyectaba de noche aterradores regresos a ese mismo país. El día se iluminaba con la belleza del país abandonado; la noche, con el horror de regresar. El día le mostraba el paraíso perdido; la noche, el infierno del que había huido.” Cuando al principio hablaba de contradicciones, me refería precisamente a este malestar profundo de la confusión, lo amado odiado, lo fascinante y repudiado. Es muy difícil haber sido expoliado, despojado de tus bienes y tu nacionalidad, enviado a la cárcel, expulsado de la universidad, perseguido y humillado, y por ende, haber sido forzado a emigrar, y no sentir la incertidumbre de la contradicción afectiva. Decimos: Amor a la patria, pero salimos odiando al régimen que nos hizo rechazar ferozmente el recuerdo de haber vivido en ella. Una cosa es el sistema, otra el lugar donde nacimos, con sus hermosos atardeceres, sus montañas acariciadas por la neblina matutina, el canto de los sinsontes o los verdes campos sembrados de caña, pero no estamos allí, no queremos estar allí, de modo que el amor se entrega a una nostalgia martirizante, a la impotencia de la pérdida, a la asimilación del rechazo.
Veinte años después, Irena, el personaje central de La ignorancia, regresa a Bohemia. Ya no era el país ocupado por una potencia extranjera, era un país saliendo del letargo y renaciendo. Su primer paso es tratar de “reconocer”, y se encuentra perdida, inútilmente congraciante con sus antiguas amistades. Lo más terrible, es lo lejana que se siente al descubrirse ajena a todo aquello. Sus gustos, su pensamiento, sus modales, su manera de vestir, su idea de la vida, están a miles de millas de distancia de sus borrosas memorias, del contexto social que apenas había superado su adormecimiento, incluso de sus compañeras de antaño. Pero aún así, idea un encuentro en un restaurante con todas ellas. Craso error, había aumentado la distancia torpemente con una caja de vino viejo de Burdeos que traía como regalo para compartirla con ellas, sin tener en cuenta que el gesto sería tomado como un alarde extranjerizante. “En Bohemia no se bebe buen vino y no se tiene por costumbre guardar antiguas cosechas (…) sus amigas observan incómodas las botellas, hasta que una de ellas, con mucho aplomo y orgullosa simplicidad, proclama su preferencia por la cerveza. Enardecidas por el desparpajo, las demás se adhieren, y la ferviente amante de la cerveza llama al camarero (…) Al rechazarle a ella el vino, es a ella a quien rechazan, a ella tal como ha regresado después de tantos años.” Aquí vemos cómo el emigrado-repatriado, el hijo pródigo, se encuentra con los primeros síntomas negativos de la readaptación, el “Gran Sufridor” en que se ha convertido, no es tampoco compadecido por los suyos, es el “tú te fuiste, yo me quedé”, y “no quiero escuchar lo que has sufrido”. Si pensamos en la lógica del desastre, podemos también pensar en que es comprensible, después de varias décadas de dictadura nadie quiere volver los ojos atrás, nadie quiere recordar el terror, todos están por la labor de superar la angustia. Pero el emigrado, el nostálgico peregrino que la ausencia y el martirio de renuncia que le tocó vivir lo transformaron en una especie de muro entre dos jardines, como dijera Gibran, sigue en la búsqueda eterna por su reafirmación y padece, a pesar de los pesares, las consecuencias amargas de la memoria detenida en el tiempo.
La ignorancia, esa joya escrita con erudición sencilla y lenguaje profundo, es un legado sobre “la inevitable ignorancia que surge cuando no se conocen las experiencias de vida de los otros así como el sentimiento de lo ajeno, el reencuentro con lo nuestro y por fin, la paz de aceptar y aprender a vivir con nuestro pasado”.*
Carmen Karin Aldrey © 2005
*Nota de Carolina Urcuyo
Nota biográfica del autor
Nació en Brno, Bohemia (República Checa) en 1929. Después de la invasión soviética de 1968, perdió su trabajo y fue prohibida la circulación de sus libros. Vive en Francia, país del que ha adoptado la nacionalidad. Ha recibido varios premios literarios internacionales y sus libros están traducidos en el mundo entero. En España, las novelas La broma, La vida está en otra parte y El libro de la risa y el olvido fueron publicados por la editorial Seix-Barral. Desde 1985 han aparecido en Tusquets Editores, La insoportable levedad del ser, La despedida, El libro de los amores ridículos y La inmortalidad (Andanzas 25, 32, 44, 114 y Fábula 1, 33, 47, 69), una obra de teatro, Jacques y su amo, y los ensayos El arte de la novela y Los testamentos traicionados (Marginales 93, 99 y 130). Tanto sus ensayos como sus dos últimas novelas, La lentitud y La identidad (Andanzas 231 y 335), están escritos directamente en francés. Tusquets Editores publica en primicia mundial La ignorancia (Andanzas 405), también en edición catalana. Kundera propone con ella un tema que deriva de un fenómeno que, en el siglo XX, alcanza una dimensión hasta ahora desconocida: la emigración, voluntaria o impuesta. A este tema central, planteado por Homero en La Odisea, van sumándose polifónicamente otros temas relacionados con la ausencia, la amistad, la memoria, el olvido y la ignorancia.
(Editorial Tusquets)
(La Ignorancia, Milan Kundera)
Como respuesta a la pregunta de que si se puede odiar y amar a la misma vez, o si se puede repudiar algo que también nos envuelve de fascinación, podría decir que es posible. El espectro de lo amado y perdido, bajo la presión de circunstancias sociales adversas que han impulsado a un ser humano a emigrar, se convierte en una doliente huella que emerge involuntariamente del subconsciente a la nueva realidad de diáspora. Lo que tanto defendíamos, la identidad, se ve absorbida por los cambios y la urgencia del subsistir, aunque enriqueciéndose con las experiencias del camino ascendente hacia la reafirmación individual. En el proceso, el que huye de un sistema opresor nunca podrá desprenderse de esos fantasmas acuciantes del retorno indeseado, y devenimos los eternos prófugos de una raíz a la que nunca renunciaremos, pues es la cuna de nuestro pensamiento, pero que también significa el rechazo a la inmanejable sensación del estar prisioneros en un tiempo y un espacio que nos doblegó al espanto del existir oprobioso.
Parte de la historia consiste en la contradicción, que va mucho más allá de los principios políticos. Por supuesto, no hablamos del emigrante que por determinadas razones decide probar fortuna en otras latitudes y goza de la opción de elegir libremente su destino, incluso de regresar a su país de origen en caso de considerarlo pertinente, o sencillamente de vacaciones. Estamos ante un caso de emigración involuntaria que comienza con una decisión desesperada y termina con el convencimiento del acto irreversible de la renuncia, ambos aparejados en un nivel de presión psicológica que se mantiene funcionando interiormente como una especie de vivencia traumática sólo aligerada por la lógica de los cambios.
En La ignorancia, Kundera vive su propia tragedia. Impuesto a emigrar a Francia en el año 1968 a consecuencia de la invasión soviética a la República Checa, en casi toda su obra -y cabe destacar “La insoportable levedad del ser” como una de las más exquisitas y profundas- encontramos los mismos signos perturbadores que señalan hacia una dirección de eterna melancolía y desarraigo. El paralelismo entre Ulises y su “gran retorno” a Ítaca, y el de sus personajes veinte años después a una Bohemia libre pero detenida en un tiempo “desdibujado”, nos sitúa inevitablemente en esa tierra de nadie en que se convierte nuestra vida después de un largo invernar al cobijo de la novedad adquirida y las memorias en apariencia olvidadas, esas que pretendemos enterrar con empeño por molestas e hirientes, sin embargo de insoslayable persistencia.
El comienzo del libro es ya de por sí una bofetada de la brutal realidad, un mensaje que nos pone frente a frente al increíble desamparo que se siente ante la ignorancia humana. Recordar que, como dijera el mismo Kundera, “el comunismo en Europa se extinguió exactamente doscientos años después de que se encendiera la mecha de la revolución Francesa (…) la primera fecha dio a luz a un gran personaje europeo, el Emigrado (el Gran Traidor o el Gran Sufridor, según se mire); la segunda retiró el Emigrado de la escena de la Historia de los europeos”, por tanto, aquella Europa heredera de las revoluciones supuestamente reivindicativas, no perdona a la disidencia de los países del Este, y menos su exilio, de la misma forma que la disidencia cubana no es masticada ni digerida por los rezagos de esos doscientos años de creer en el mito de una ideología pretenciosa:
“-¿Qué haces aquí todavía? – No había mala intención en el tono de su voz, pero tampoco era amable; Sylvie se impacientaba.
-¿Y dónde quieres que esté? –preguntó Irena.
-¡Pues en tu tierra!
-¿Es que no estoy en mi tierra?
Por supuesto, no quería echarla de Francia, ni darle a entender que era una extranjera indeseable.
-¡Ya me entiendes!
-Sí, ya lo sé, pero ¿olvidas que aquí tengo mi trabajo, mi casa, mis hijas?”
O sea, el Emigrado dejó de tener sentido, y con ello el sufrimiento del emigrado, su historia de privaciones, adaptación y asimilación por sociedades ajenas a la suya. No es sólo la ignorancia la causante de las distancias polarizadas; la territorialidad y el egoísmo van de la mano de la ignorancia, haciendo ruido y rompiendo con los valores más apreciados de nuestra naturaleza, como lo es el amor hacia nuestros semejantes, como lo puede ser la solidaridad humana hacia los que necesiten de ella. Estamos de acuerdo que “la Historia no es nada sentimental”, pero el hombre tiene la capacidad para compadecer, de modo que en el caso de la relación emigrado-nativo, la ausencia de compasión se supedita a una xenofobia de origen ambiguo, y es así porque muchas pueden ser sus causas. En el caso particular de los emigrados políticos, por los esquemas preconcebidos de un ideal exaltado, a veces totalmente carente de solidez y basamento, pero suficiente para estimular el desgraciado error de la injusticia e incurrir en la clásica ceguera histórica que impide al hombre dialogar con esa parte interior de sus mejores iniciativas.
Volviendo a los inicios de este artículo, hablemos de otro factor que hace mella en la integridad emocional del emigrado político: sus terrores. Como Kundera, todos hemos padecido las visitaciones de pesadillas; no importa en el lugar donde nos encontremos, ni el país, ni la época del año, el terror subconsciente nunca deja de jugarnos malas pasadas. Aún hoy, después de más de veinte años de exilio, de vez en cuando sueño que estoy caminando por una calle y de pronto descubro que estoy en La Habana. El pánico se adueña de mí, y todo el sueño transcurre en una anonadada lucha por conseguir salir del país. Por eso leyendo La ignorancia, he reconocido muchos episodios similares a los vividos en nuestro propio exilio: “…en una conversación con una amiga polaca también emigrada, Irena comprendió que todos los emigrantes tenían esos sueños, todos sin excepción; al comienzo le conmovió esa fraternidad nocturna entre personas que no se conocían, pero después se molestó un poco: ¿cómo puede ser vivida colectivamente la experiencia íntima de un sueño?”. Siendo el terror también colectivo por el hecho de haber emigrado en las mismas circunstancias, no es un fenómeno extraordinario el soñar lo mismo. A esto, se le puede añadir la macabra sutileza diseñada por el poder para inocular el ansia de la renuncia, un método que los comunistas esgrimieron con maestría –y esgrimen- para espantar la disidencia fuera de sus fronteras.
En La ignorancia, también nos encontramos con el fenómeno de la nostalgia y el regreso, dos aspectos sostenidos por columnas inciertas. Hemos construido una vida en otra parte, nos hemos adaptado, en dos o tres décadas ha cambiado el lugar que dejamos atrás, las personas que conocíamos ya no son las mismas, o más bien, nosotros no somos los mismos, nuestros hijos han nacido en otros países, no hemos tenido la oportunidad de presenciar los estragos ocasionados por el tiempo y el caos político o económico en nuestra patria, y en muchas ocasiones, hemos tratado de olvidar las peores experiencias por ser impedimentos reales para sobrevivir, pero el aguijón de la nostalgia, penetrando en nuestra vulnerable sensibilidad de emigrados, nos seducen al reencuentro que quizás rechazamos: “El mismo cineasta del subconsciente que, de día, le enviaba instantáneas del paisaje natal cual imágenes de felicidad, proyectaba de noche aterradores regresos a ese mismo país. El día se iluminaba con la belleza del país abandonado; la noche, con el horror de regresar. El día le mostraba el paraíso perdido; la noche, el infierno del que había huido.” Cuando al principio hablaba de contradicciones, me refería precisamente a este malestar profundo de la confusión, lo amado odiado, lo fascinante y repudiado. Es muy difícil haber sido expoliado, despojado de tus bienes y tu nacionalidad, enviado a la cárcel, expulsado de la universidad, perseguido y humillado, y por ende, haber sido forzado a emigrar, y no sentir la incertidumbre de la contradicción afectiva. Decimos: Amor a la patria, pero salimos odiando al régimen que nos hizo rechazar ferozmente el recuerdo de haber vivido en ella. Una cosa es el sistema, otra el lugar donde nacimos, con sus hermosos atardeceres, sus montañas acariciadas por la neblina matutina, el canto de los sinsontes o los verdes campos sembrados de caña, pero no estamos allí, no queremos estar allí, de modo que el amor se entrega a una nostalgia martirizante, a la impotencia de la pérdida, a la asimilación del rechazo.
Veinte años después, Irena, el personaje central de La ignorancia, regresa a Bohemia. Ya no era el país ocupado por una potencia extranjera, era un país saliendo del letargo y renaciendo. Su primer paso es tratar de “reconocer”, y se encuentra perdida, inútilmente congraciante con sus antiguas amistades. Lo más terrible, es lo lejana que se siente al descubrirse ajena a todo aquello. Sus gustos, su pensamiento, sus modales, su manera de vestir, su idea de la vida, están a miles de millas de distancia de sus borrosas memorias, del contexto social que apenas había superado su adormecimiento, incluso de sus compañeras de antaño. Pero aún así, idea un encuentro en un restaurante con todas ellas. Craso error, había aumentado la distancia torpemente con una caja de vino viejo de Burdeos que traía como regalo para compartirla con ellas, sin tener en cuenta que el gesto sería tomado como un alarde extranjerizante. “En Bohemia no se bebe buen vino y no se tiene por costumbre guardar antiguas cosechas (…) sus amigas observan incómodas las botellas, hasta que una de ellas, con mucho aplomo y orgullosa simplicidad, proclama su preferencia por la cerveza. Enardecidas por el desparpajo, las demás se adhieren, y la ferviente amante de la cerveza llama al camarero (…) Al rechazarle a ella el vino, es a ella a quien rechazan, a ella tal como ha regresado después de tantos años.” Aquí vemos cómo el emigrado-repatriado, el hijo pródigo, se encuentra con los primeros síntomas negativos de la readaptación, el “Gran Sufridor” en que se ha convertido, no es tampoco compadecido por los suyos, es el “tú te fuiste, yo me quedé”, y “no quiero escuchar lo que has sufrido”. Si pensamos en la lógica del desastre, podemos también pensar en que es comprensible, después de varias décadas de dictadura nadie quiere volver los ojos atrás, nadie quiere recordar el terror, todos están por la labor de superar la angustia. Pero el emigrado, el nostálgico peregrino que la ausencia y el martirio de renuncia que le tocó vivir lo transformaron en una especie de muro entre dos jardines, como dijera Gibran, sigue en la búsqueda eterna por su reafirmación y padece, a pesar de los pesares, las consecuencias amargas de la memoria detenida en el tiempo.
La ignorancia, esa joya escrita con erudición sencilla y lenguaje profundo, es un legado sobre “la inevitable ignorancia que surge cuando no se conocen las experiencias de vida de los otros así como el sentimiento de lo ajeno, el reencuentro con lo nuestro y por fin, la paz de aceptar y aprender a vivir con nuestro pasado”.*
Carmen Karin Aldrey © 2005
*Nota de Carolina Urcuyo
Nota biográfica del autor
Nació en Brno, Bohemia (República Checa) en 1929. Después de la invasión soviética de 1968, perdió su trabajo y fue prohibida la circulación de sus libros. Vive en Francia, país del que ha adoptado la nacionalidad. Ha recibido varios premios literarios internacionales y sus libros están traducidos en el mundo entero. En España, las novelas La broma, La vida está en otra parte y El libro de la risa y el olvido fueron publicados por la editorial Seix-Barral. Desde 1985 han aparecido en Tusquets Editores, La insoportable levedad del ser, La despedida, El libro de los amores ridículos y La inmortalidad (Andanzas 25, 32, 44, 114 y Fábula 1, 33, 47, 69), una obra de teatro, Jacques y su amo, y los ensayos El arte de la novela y Los testamentos traicionados (Marginales 93, 99 y 130). Tanto sus ensayos como sus dos últimas novelas, La lentitud y La identidad (Andanzas 231 y 335), están escritos directamente en francés. Tusquets Editores publica en primicia mundial La ignorancia (Andanzas 405), también en edición catalana. Kundera propone con ella un tema que deriva de un fenómeno que, en el siglo XX, alcanza una dimensión hasta ahora desconocida: la emigración, voluntaria o impuesta. A este tema central, planteado por Homero en La Odisea, van sumándose polifónicamente otros temas relacionados con la ausencia, la amistad, la memoria, el olvido y la ignorancia.
(Editorial Tusquets)